La última cena (Xavi Gilabert)

25 de diciembre de 2004

LA ÚLTIMA CENA
Xavi Gilabert (xgilabert@hotmail.com)


Llevaba más de 20 años estudiando la vida de San Juan y aunque sabía que las leyendas son historias para los que quieren dormir mejor, persistí en mi trabajo hasta que vi una turbadora luz que cambió mi percepción sobre la historia universal.

San Juan escribió el Cuarto Evangelio, tres Cartas, y el Apocalipsis. Pescador de Betsaida, hijo de Zebedeo, hermano de Santiago, y discípulo del Bautista San Juan, como narra la Biblia, recostó la cabeza en el pecho del Señor durante la última cena. Por eso se le llamó "Epistehios", que quiere decir "el que está sobre el pecho". Encontré numerosas referencias sobre ese término en posteriores documentos apócrifos. Me sorprendió en particular uno datado sobre el siglo VI DC en el que se explicaba cómo Juan contó, a sus más íntimos amigos en Efeso, que Jesús le había cantado una preciosa melodía al oído mientras su cabeza descansaba encima de su pecho. Busqué más datos sobre esa posible canción que murmuró Cristo al también conocido como “el discípulo amado”, pero no encontré rastro alguno sobre tal teoría.

Mis investigaciones me llevaron a una excavación en Roma. La construcción de un parking subterráneo fue abortada al encontrar ruinas pertenecientes a la época del emperador Domiciano. El Vaticano me envió para estudiar cualquier posible vestigio sobre San Juan, ya que según San Ireneo escribió en el año 175, el discípulo de Jesús visitó la ciudad según una orden del emperador y sufrió una tortura con aceite hirviendo antes de ser liberado para marchar a Efeso y escribir su Evangelio. El descubrimiento de las ruinas romanas levantó una gran expectación entre los historiadores más conocidos del momento, aunque todo se ocultó gracias a las presiones del Vaticano y la prensa quedó rápidamente alejada con informaciones distorsionadas sobre el descubrimiento.

Nada levantó mi interés la primera semana. Todo lo encontrado se limitaba a restos del mobiliario de la época, las ruinas parecían pertenecer a una casa típica. Aunque el valor histórico de los objetos era incalculable, sabía que era muy difícil que alguno de ellos me llevara a San Juan, pero el séptimo día de la tercera semana encontré la vasija. Tras nuevas excavaciones en la zona, los arqueólogos encontraron lo que debía ser una estancia de descanso, y en una esquina había, en buen estado, una vasija que lucía unas incrustaciones en arameo, eran tres frases que recorrían toda la superficie del objeto, una especie de poema.

Requisé la vasija y la llevé a Florencia, a un laboratorio especial, anexo del Vaticano. Allí estudié con Paul Marby la edad del objeto y tras la prueba del Carbono 14, y similares, determinamos que la vasija podría pertenecer, perfectamente, al período que San Juan pasó en Roma, entre el año 0 y el 100 DC. Entonces mi interés por la pieza aumentó desmesuradamente, aunque aún no había ningún punto de unión con mi estudio.


Los grabados de la vasija se habían deteriorado con el paso del tiempo, pero aún resultaban leíbles. Traduje, con la ayuda de un experto filólogo, las frases y observé con estupor que se trataba de una especie de poema infantil, una canción de jolgorio utilizada por los niños en fiestas o celebraciones, pero no estaba seguro de nada.

Cuando la excavación y las investigaciones se dieron por finalizadas por parte del Vaticano, me quedé con un amasijo de interrogantes en el cerebro. El supuesto poema no tenía conexión alguna con nada, pero la dulzura de sus palabras y la construcción de las frases recordaba levemente al Evangelio de San Juan, y eso me perturbó hasta el punto que decidí viajar hasta Efeso, ciudad en la que habitó varios años el apóstol antes de partir hacia la isla de Patmos.

Llegué a la ciudad con la intención de preguntar a las familias más arraigadas a esa tierra sobre la cultura popular relativa a los poemas clásicos o dichos populares, para averiguar si las frases de la vasija se habían pasado de boca en boca a través de los siglos. No obtuve ningún resultado claro hasta que una noche visité a una humilde familia cuya mujer más anciana tenía el título de cuentacuentos de la región. Era una anciana de 90 años, sin dentadura, con la cara arrugada pero un intenso fulgor en los ojos. Tras preguntarle sobre las frases me respondió que era el estribillo de una extraña canción que cantaban las madres a sus hijos cuando se portaban bien. La anciana tarareó incluso la melodía y me dijo que ya hacía décadas que había caído en desuso. Me preguntó cómo un cura español podía conocer la letra, pero no me atreví a responderle.

La vasija encontrada en Roma podría haber sido grabada por el propio San Juan durante la época de Domiciano en la que sufrió el castigo del aceite hirviendo, y el hecho de que la melodía hubiera perdurado viva en Efeso podría significar que él mismo le enseñó la canción a alguien. ¿Pero qué necesidad tenía para mantener viva una melodía y quién se la enseñó?

Actualmente no puedo dejar de pensar en el apócrifo que explica cómo Jesús le cantó al oído a Juan en la última cena y tengo una sensación de angustia que me sobrepasa. Repaso mentalmente la letra y la melodía que cantó la anciana y permanezco hipnotizado. Estoy lejos de tener pruebas suficientes para demostrar algo, pero de alguna manera sé que tengo en mis manos una canción compuesta por Jesucristo. No sé si debo compartirla con los demás y hacerla pública o simplemente dejar que se siga transmitiendo de generación en generación en algún remoto lugar sin que nadie sepa a quién pertenece.

El peso de la historia y la religión me oprime.

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